Mis Escritos en Español
Un lugar para compartir mis obras en español con mis amigos y lectores.
“El Viejo Ciprés” es un escrito en prosa cuya versión original fue publicada en inglés por Clayjar Review, una revista literaria en línea. Ya que deseaba compartirlo con mi comunidad hispanohablante la traduje al español con la grata ayuda de José Alberto de la Cruz, Lourdes Alvarado y Pablo de la Cruz. ¡Espero que lo disfruten!
El Viejo Ciprés
Pasé días desgastando el tronco de aquel viejo ciprés, quemándolo y astillando el carbón con una piocha floja y volviéndolo a quemar. Antes fue un árbol que con sus ramas formaba un túnel oscuro y fragante, que nos conducía a la aplanada copa. Allí, con los dedos de los pies apoyados sobre la corteza, volábamos nuestros barriletes caseros. Los elaborábamos de los tallos arrancados de paja* que nos superaban en tamaño. Durante la cosecha, las hojas con sus lenguas filudas lamían nuestros brazos, dejando diminutos cortes. Los tallos secos eran amarillos, livianos y fuertes. Con hilo y paciencia los colocábamos como astros octagonales, dándole forma con más hilo, yendo por la hendidura de cada punta. Luego, en cada panel, pegábamos papel de china como si fueran vitrales.
El truco consistía en cachar una ráfaga de viento, elevando así el barrilete y manteniéndolo en vuelo antes que se enredara en el aguacatal que estaba a la par o cayera al patio de los vecinos.
A veces con un libro y un sángüich, me escabullía por el túnel del ciprés, donde las ramitas rozaban mi piel y pegajosos círculos de resina succionaban mis palmas, como si el árbol no quisiese soltarme.
El ciprés seguía en pie cuando nos mudamos, alquilando la casa a un desfile de familias, una iglesia, un colegio de primaria, y varios misioneros. Pero en algún momento el árbol falleció y fue talado. Años después, cuando volví a la casa para habitarla, encontré nada más el tronco, amputado al nivel del suelo y perdido entre un mar de grama.
No sé quién sembró el árbol ni cuánto tiempo duró, pero la casa es muy vieja. Lleva unos cien años, según lo que hemos calculado, es una casa de adobe con paredes de casi medio metro de ancho y techos de madera altos y espaciosos. Los cuartos dan a un largo pasillo con ventanas al jardín. En los meses fríos, los rayos del sol pasan por las ventanas pintando en el piso paralelogramos. De niña solía leer acostada en los azulejos calentados por el sol
La casa vivió en mi nostalgia por mucho tiempo. Cuando volví, anhelando un lugar dónde estar, la encontré vestida en suciedad y telas de araña, con vidrios encostrados de mugre, repello descascarado, paredes mohosas y polvo que se cernía desde el techo a cada rugir de los camiones que pasaban. A veces, la lluvia caía con fuerza, colándose en corrientes alarmantes desde la esquina de la cocina y chorreando de las tablas del techo. En algunas ocasiones, a la una de la mañana subí exhausta al tapanco lleno de excremento de ratón donde me apresuraba para colocar botes de pintura y recipientes de yogur vacíos debajo de veintiseis goteras, mi linterna iluminando los chorritos de lluvia que escurrían alrededor de las vigas, goteando por aquí y por allá, que al caer creaban cráteres lunares de humedad en el espeso polvo.
De repente las calles del pueblo se vaciaron y quedaron tan silenciosas como tumbas, salvo por el llanto inquietante de las sirenas anunciando cierres, aislamiento, y horas reducidas de mercado. Quedándome sola en una casa espaciosa que parecía más una obra en construcción que un acogedor hogar, con un jardín lleno de grama, árboles y el tacto del sol. Con todo esto viví una soledad profunda, terrible e interminable. Pero podría haber sido mucho peor. No sabía reparar las fisuras en las paredes o los problemas del inodoro, aspiré décadas de polvo en el tapanco, me enfermé, me tumbé en el piso, incapaz de reunir la energía para moverme.
Poco a poco el mundo volvió a abrirse. Pero la soledad se había impregnado hasta lo más profundo en mí, manteniendo abiertas las rajaduras que me desgarraron como las aberturas de las paredes del viejo comedor, desde el techo hasta los cimientos. Cada vez que regresaba a la casa después de un viaje, sentía un rechazo, un desgano en mi espíritu, una asfixia, pero soporté. ¿A dónde podría ir sin llevar mi lesión conmigo?
Aún no sé cómo murió el ciprés. ¿Se secó? ¿Se enfermó del centro? ¿Se murió hambriento de cariño, al no ser alegrado por las manos y los pies de los niños que se escabullían por su oscuro y dulce túnel, susurrándole risas? ¿Acaso, como un barrilete, perdió su hilo y se rindió al abrazo fulminante de un cable de alta tensión, bajo la lluvia, desaciendo sus vitrales en charcos fibrosos?
Ya llevo media década viviendo acá. Cuando regreso de hacer mandados en el pueblo, empujo la pesada puerta de caoba y el ruido del tráfico se atenúa a un murmullo, y la vieja casa me da la bienvenida como si fuera la paz misma. La luz del sol sigue cayendo por los vidrios en paralelogramos. Libros, plantas, y un rincón para leer ocupan el soleado pasillo. Paredes de tierra firmes que retienen el calor están impregnadas de mis oraciones tan fuertemente como la mezcla que unen los adobes.
Me encanta reposar en las piedras lajas del jardín bañadas por el sol, ver a los gorriones, zanates y colibríes. Es lindo observar las gotas de lluvia pendientes en los aguacates maduros. Es sabroso comer los jugosos higos que crecen en el arbolito que sembré en el tronco quemado del ciprés. Me pregunto si sus raíces abrazan a las raíces del viejo árbol, aliviando su proceso de muerte, absorbiendo los nutrientes de su degradación, devolviéndolos a la luz del sol a través de las anchas hojas y las ramas que se extienden hacia el infinito. Me hace sentir aún más agradecida por el lento crecimiento personal junto con la casa, que ha sido como raíces tan delgadas como lombrices, enroscándose tentativamente por la oscuridad, dedos anudando hilos quebradizos, pies escondiéndose en grama verde flexible o amarilla punzante dependiendo de la temporada. Las risas que resuenan alrededor de mi mesa cuando amigos y familiares se reúnen para jugar, comer, orar, o conversar.
Solo vuelvo a pensar en el túnel que atravesaba el viejo ciprés, pienso en las raíces abriéndose camino, tunelando por la oscuridad solitaria, dura y resistente, anclando el tronco y las ramas, extrayendo sustento de lugares ocultos, generando crecimiento que se alza al cielo.
*Fue difícil averiguar el nombre de la planta de la que se obtienen las varitas para los barriletes. Entre los posibles nombres que encontré estaban paja, caña para varitas, pajón y plumón, entre otros.
Acerca de Yvonne
Soy escritora, editora de desarrollo, amante de la lectura y exploradora de mundos imaginarios. Aunque soy culpable de algunos clichés de escritora (soy fanática del té), también conduzco una motocicleta (apodo: Mo) con mi compañera canina, hago senderismo y cuento con triple nacionalidad.
Crecer entre varias culturas despertó mi amor por contar historias que nos conectan más como seres humanos y nos impulsan ser más amables y más valientes. Mi objetivo es crear un espacio para los amantes de las historias que no rehúyen las dificultades y son tenazmente optimistas. Las historias pueden aportarnos mucho sin dejar de ser entretenidas y divertidas.
¡Me alegro de que estés aquí!